El neologismo "hortera" hubo de acuñarse en el Madrid de principios del siglo XX con tal de catalogar a algunos mancebos de botica que dieron en impostar las maneras de su aristocrática clientela. Desde entonces, se admite que el hortera canónico es aquel que concentra todas sus energías vitales en mimetizar las formas externas de un grupo social que él considera superior y en cuyo seno sueña con ser admitido algún día. Mas al hortera, pese a su obsesivo desvelo en hacer pasar por natural su falaz simulacro, fatalmente termina delatándolo la sobreactuación en un papel que le viene grande. Y es que el talón de Aquiles del hortera reside en desconocer que nada resulta menos impresionante que una conducta diseñada para impresionar.
Bien, tras la necesaria introducción teórico-doctrinal, el lector ya habrá intuido que el artículo de hoy irá dedicado a glosar la figura humana de don Josep Antoni Duran i Lleida. Por lo demás, no hace falta haber leído al doctor Freud de Viena para saber que nada retrata mejor a un hombre que los pequeños detalles. De ahí esa frase hecha que desde tiempo inmemorial forma parte del acervo común: nadie es grande para su ayuda de cámara. Y también de ahí que el diagnóstico espiritual del beato Duran pueda inferirse con sólo relatar la historia de su chofer.
Lo del chofer de Duran lo supe por otro conspicuo nacionalista, Salvador Sostres, un tipo que representa en sí mismo la prueba del nueve de que el talento literario constituye un don divino que, por ventura, nada tiene que ver con las ideologías. Resulta que en la Huesca del pelargón y el estraperlo nuestro perfumado Duran era un niño muy pobre, muy pobre, muy pobre; el pobre del pueblo, vaya. Sí, ahí donde lo ven, el estirado Duran, el inquilino del Palace Duran, el no me mires que me mancho Duran fue todo un personaje de Dickens allá en su lejana infancia. Y quizás seguiría siéndolo hoy si la familia de su inseparable amigo de entonces no hubiera ayudado a costearle los estudios. Pero le ayudó, y mucho. Gracias a eso, se obró el milagro de que Duran Lleida llegase a ser alguien en la vida.
¿Hace falta que escriba ahora que el chofer de Duran no es otro que aquel camarada impagable de los viejos malos tiempos? ¿Deberé contar en detalle cómo el muy cristiano Duran humilla a diario a quien fuera su mejor amigo, el que lo sacó del pozo, haciéndose servir por él? ¿Necesita el lector que le ofrezca los pormenores? ¿Desea saber si se cruzan sus miradas cuando el santo Duran fuerza que el otro le abra la puerta del Audi? ¿O no será preciso porque ya se ha formado una idea cabal sobre cómo debe ser un genuino aborto?